Existen pocos como él. Hay pocos pilotos capaces de llegar a Catar y ganar la primera carrera del año sin haber realizado la pretemporada y después de un invierno duro, casi una pesadilla, en el que pasó días, semanas, meses, con problemas de visión doble. Existen pocos capaces de exhibir la consistencia de Marc Márquez, de 19 años, en una categoría tan complicada como Moto2, con máquinas tan parecidas, y en la que ha habido hasta cinco ganadores de grandes premios esta temporada. Pero solo uno, él, nuevo campeón del mundo, se lleva la gloria. Solo él suma ocho victorias, más que nadie —el segundo con mayor número de triunfos es Pol Espargaró, con cuatro— y de las carreras que ha terminado solo en una se ha quedado fuera del podio —fue quinto en Mugello—; cierto es que todavía tiene que mejorar su pilotaje con el asfalto mojado: rueda cómodo, pero no conoce los límites, no en vano los dos ceros de esta temporada los cosechó en carreras que se corrieron bajo el agua. Pero hay pocos como él.
Hay pocos pilotos capaces de sacar el máximo rendimiento a una moto que le ha hecho sufrir, sobre todo desde mitad del campeonato en adelante —cuando ha cosechado tantos triunfos como antes, cuatro en la primera mitad, otros cuatro desde Indianapolis—, cuando más ha notado la presión de Espargaró, erigido definitivamente como único rival por el título. Y no por ser el único ha sido menos temible.
Ha ganado más que nadie y los dos únicos ceros del curso los cosechó bajo el agua
La Suter, una moto a la que han renunciado pilotos como Elías o De Angelis (que la cambiaron por Kalex y FTR), ha llevado a Márquez a remolque gran parte de la temporada. Cada fin de semana, cada circuito diferente en el que aterrizaban, era un rompecabezas. Pero solo los mejores pueden cubrir con su talento el rendimiento menor de sus máquinas. Y él está ya entre los mejores. Lo dice su precocidad desde que empezara a competir en tierras catalanas, en motocross o en velocidad. Y lo dicen sus resultados, su progresión, sus dos títulos mundiales en tres años, primero el de 125cc (en 2010) y ahora el de Moto2.
Existen pocos pilotos que cuenten sus temporadas por heroicidades. A las remontadas dramáticas de las últimas dos temporadas (Portugal, en 2010, y Australia, en 2011) se ha unido este año la de Japón, donde se quedó clavado en la salida al no meter bien la primera marcha y terminó remontando desde la 29ª posición a la primera. Fue una de sus tantas travesuras.
Algunos ven como un defecto su obsesión por la victoria. Otros admiran esa ambición
Algunos ven como un defecto su obsesión por la victoria. Otros admiran esa ambición que nace del carisma de un chico que aspira a emular a Valentino Rossi. No se conforma nunca. Y siempre busca el adelantamiento imposible. Lo que le ha valido muchas críticas en los dos últimos años. Pero él es un piloto agresivo y orgulloso de serlo. Y, afirma, no renunciará a su estilo.
Pocos pilotos, solo los mejores, ríen ante su propia irreverencia. Él lo hace desde que era un enano. Con motos de 50cc como con las que empezó y de 600cc como las que lleva hoy. Nunca tuve demasiada querencia por atender la pizarra. Tampoco lo hizo el día en que se convertiría en el nuevo campeón de Moto2. La gloria es para los valientes. Y Márquez no solo quiere ganar, sino hacerlo a lo grande. Por eso firmó una última vuelta como la de ayer en Phillip Island: tras aguardar paciente entre los cuatro primeros, consciente de que le sobraba con sumar dos pobres puntos (eso es: ser 14º), metió la rueda delantera de su moto por el interior de la última curva para arrebatarle el podio a Redding. Y a punto estuvo de superar a West en la línea de meta y terminar segundo. Le faltaron unas milésimas de segundo. Le sobró osadía. Pero pilota con la misma alegría con la que vive. Y eso le hace único.