En diciembre pasaba frío en Moscú. En enero se mudó a Portsmouth. En marzo cambió Inglaterra por Qatar para fichar por Al Sadd y acordar un sueldo de 100.000 dólares por semana. En junio jugó el Mundial con Ghana en Sudáfrica. Y hoy está aquí, en Málaga. Quincy Owusu Abeyie (Ámsterdam, Países Bajos, 15/04/1986) iba para estrella mundial, pero se quedó por el camino para convertirse en un trotamundos del fútbol. Con su petate y sus auriculares ha recorrido kilómetros y kilómetros buscando un balón de éxito que perdió hace tiempo. Ha cambiado de club como de calcetines y siempre ha corrido como una gacela de ciudad en ciudad, de país en país. Y por detrás siempre le ha pisado los cordones su fama de futbolista díscolo. El talento suele ser a veces indomable. Y a él de eso le sobraba, nació con un don divino que aún conserva intacto. Pero creció corriendo.
Mucho ha llovido desde su aparición fulgurante de la mano de Leo Messi. Ambos se convirtieron en los jugadores más destacados del Mundial juvenil de Países Bajos en 2005. Quincy era el líder, el jugador diferente de una camada holandesa en la que también pateaban, y muy bien, Maduro o Babel. Messi se salió, coronó a Argentina y fue balón de oro, mientras que Quincy sufrió el varapalo de caer en penaltis (se lanzaron doce por cada equipo) contra Nigeria en cuartos. Ambos eran el futuro del fútbol, la sonrisa del triunfo. Su consolidación en la élite de los mayores no debía tardar en llegar.
Entonces Quincy pertenecía al Arsenal, club que lo fichó del Ajax con 16 años. Llevaba una década
jugando. Con seis su padre ya lo llevaba a empeñar balones en los canales de su Ámsterdam natal. Pero cada día eran menos los que caían al Amstel y los ojeadores del Ajax, entrenado entonces por Louis Van Gaal, no tardaron mucho en reclutarlo para su escuela. En Inglaterra, años más tarde, empezó a hacer las cosas por sí mismo. “Fue una buena experiencia”, dice. Tuvo la oportunidad de jugar la Champions de la mano de Wenger y de conocer a jugadores como David Beckham, pero su cabeza se nubló. En 2005 (habiendo ya debutado y marcado en la Premier) fue detenido en un bar de Londres por una pelea. Tenía 19 años. Sus problemas de conducta fueron asiduos. Y su carrera en los gunners pasó de moda. Después llegó su fichaje por el Spartak de Moscú y su cambio de zamarra nacional: prefirió jugar con Ghana en honor a sus padres y guardó la naranja en el baúl.
En Moscú tampoco cuajó. Y comenzó un carrusel de cesiones por media Europa (Vigo, Birmingham, Cardiff). Alguno aún recuerda su paso fugaz por La Rosaleda una mañana de domingo de la temporada del ascenso a Primera. Vino vistiendo la elástica del Celta y fue el mejor de aquel partido, pero en Vigo no conservan grato recuerdo de él. Sólo ofreció chispazos y llegó a ser expedientado por no presentarse a entrenar. Pasaban los años y Quincy seguía sin encontrarse. La amistad de su representante con Míchel Salgado, a su vez cuñado de Fernando Sanz, lo acercó al Málaga el invierno pasado, pero finalmente decidieron los petrodólares del Portsmouth. Luego llegó su contrato millonario con el club qatarí de Al Sadd y su posterior cesión al Málaga, donde Quincy espera volver a elevar su nivel. “Ahora tengo más veteranía”, sentencia a la vez que sale corriendo para coger un taxi que lleva rato esperándolo para trasladarlo al aeropuerto. Esa es su vida, la de crecer corriendo, yendo de acá para allá.
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