Las letras malagueñas perdieron anoche a uno de sus grandes, Alfonso Canales. A los 87 años de edad, falleció el intelectual insobornable, el hombre que no quiso casarse con nada ni nadie más que con su mujer –tristemente desaparecida hace pocos años– y el señor riguroso en su escritura y en su vida. No hubo comunicado oficial: se fue tan discreto como siempre quiso ser. «Con los años, a uno le van sobrando palabras», comentó una vez a este periódico el malagueño. Ayer el doctor en Derecho ya escribió su última palabra, aunque sus amigos seguirán escribiendo sobre él: esta tarde, a partir de las 17.30 horas, le darán el último adiós en Parcemasa.
«No me preocupa la perpetuidad a través de mis versos; si hubiera sido así, me habría ido a vivir a Madrid y habría hecho más política poética», solía comentar Alfonso Canales cuando muchos le preguntaban por qué su nombre no había traspasado las márgenes de los verdaderamente doctos en el verso. Lo decía satisfecho, porque no necesitaba más que de sus amigos más íntimos –solamente ellos, porque les cerraba las puertas a aquellos «ladrones profesionales de tiempo», como llamaba a simples conocidos–, de su fascinante y completísima biblioteca –con ejemplares incunables y algunos compendios selectísimos–... Y por supuesto, de la máquina Olivetti frente a la que se sentaba para escribir sus propias obras, caracterizadas por la depuración formal, las hechuras clásicas y la palabra exacta perseguida con más esfuerzo que gozo: «Nunca disfruto escribiendo porque es un esfuerzo doloroso. Tienes que resistirte a las imposiciones de las palabras, que siempre buscan dominarte, y decir lo que tú quieres, no lo que el lenguaje quiere».
Tampoco necesitaba mucho más que Málaga, como se puede comprobar en su poema Ciudad madre: «Aquí amé, amo y nunca / quiero dejar de amar; todo me dice / lo que fui y lo que soy. En esta tierra / lo que seré me llama». Decía que esos versos eran «un elogio por el hecho de que el destino acertara» con haberle hecho nacer en nuestra ciudad. Y eso a pesar de que muchos, como él mismo reconocía, le tildaban de «soberbio», simplemente porque había rechazado hacer el pregón de la Feria, de la Semana Santa, porque prefería encerrarse en su casa todo el tiempo posible para leer y escribir –más lo primero que lo segundo; «soy un lector asiduo y un escritor ocasional, porque sin escribir puedo vivir pero sin leer no», argumentaba– y, sobre todo, porque aseguraba que ése no era su mundo.
Pero desde otro flanco hizo mucho por Málaga. Fue presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo –también miembro de la Real Academia de la Lengua Española–, se involucró en la Universidad de Málaga –fue nombrado Doctor Honoris Causa hace cinco años; se comenta que podría legar a la institución muchos de los 20.000 volúmenes que ha dejado huérfanos con su muerte– y también colaboró con La Opinión de Málaga en 2001: el periódico, mano a mano con la Universidad Internacional de Andalucía, entregó Navidades Juntas, un volumen hoy referencial que reune todos los poemas navideños escritos por Alfonso Canales.
Hoy, su casa en el Muelle de Heredia está ya vacía. La residencia que en los años 50 fue hogar de tertulia literaria por la que pasaron Gerardo Diego, Camilo José Cela, Julio Caro Baroja o Dámaso Alonso, entre muchos otros. Ellos ya se reencontraron con él anoche; el resto, los que seguimos siendo mortales, recordamos algunas palabras de El lecho, uno de los poemas básicos del malagueño: «Oh soledad, mi soledad, la noche /no te abandona, el sueño se derrama / sobre el clamor atenazado! Vuelco /mi tristeza en las sábanas, abrigo / mi deseo de Dios entre los párpados, / y sigo tiritando de estar solo».
«No me preocupa la perpetuidad a través de mis versos; si hubiera sido así, me habría ido a vivir a Madrid y habría hecho más política poética», solía comentar Alfonso Canales cuando muchos le preguntaban por qué su nombre no había traspasado las márgenes de los verdaderamente doctos en el verso. Lo decía satisfecho, porque no necesitaba más que de sus amigos más íntimos –solamente ellos, porque les cerraba las puertas a aquellos «ladrones profesionales de tiempo», como llamaba a simples conocidos–, de su fascinante y completísima biblioteca –con ejemplares incunables y algunos compendios selectísimos–... Y por supuesto, de la máquina Olivetti frente a la que se sentaba para escribir sus propias obras, caracterizadas por la depuración formal, las hechuras clásicas y la palabra exacta perseguida con más esfuerzo que gozo: «Nunca disfruto escribiendo porque es un esfuerzo doloroso. Tienes que resistirte a las imposiciones de las palabras, que siempre buscan dominarte, y decir lo que tú quieres, no lo que el lenguaje quiere».
Tampoco necesitaba mucho más que Málaga, como se puede comprobar en su poema Ciudad madre: «Aquí amé, amo y nunca / quiero dejar de amar; todo me dice / lo que fui y lo que soy. En esta tierra / lo que seré me llama». Decía que esos versos eran «un elogio por el hecho de que el destino acertara» con haberle hecho nacer en nuestra ciudad. Y eso a pesar de que muchos, como él mismo reconocía, le tildaban de «soberbio», simplemente porque había rechazado hacer el pregón de la Feria, de la Semana Santa, porque prefería encerrarse en su casa todo el tiempo posible para leer y escribir –más lo primero que lo segundo; «soy un lector asiduo y un escritor ocasional, porque sin escribir puedo vivir pero sin leer no», argumentaba– y, sobre todo, porque aseguraba que ése no era su mundo.
Pero desde otro flanco hizo mucho por Málaga. Fue presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo –también miembro de la Real Academia de la Lengua Española–, se involucró en la Universidad de Málaga –fue nombrado Doctor Honoris Causa hace cinco años; se comenta que podría legar a la institución muchos de los 20.000 volúmenes que ha dejado huérfanos con su muerte– y también colaboró con La Opinión de Málaga en 2001: el periódico, mano a mano con la Universidad Internacional de Andalucía, entregó Navidades Juntas, un volumen hoy referencial que reune todos los poemas navideños escritos por Alfonso Canales.
Hoy, su casa en el Muelle de Heredia está ya vacía. La residencia que en los años 50 fue hogar de tertulia literaria por la que pasaron Gerardo Diego, Camilo José Cela, Julio Caro Baroja o Dámaso Alonso, entre muchos otros. Ellos ya se reencontraron con él anoche; el resto, los que seguimos siendo mortales, recordamos algunas palabras de El lecho, uno de los poemas básicos del malagueño: «Oh soledad, mi soledad, la noche /no te abandona, el sueño se derrama / sobre el clamor atenazado! Vuelco /mi tristeza en las sábanas, abrigo / mi deseo de Dios entre los párpados, / y sigo tiritando de estar solo».