Los de Muñiz hicieron méritos para puntuar, pero un gol de Navarro los hunde un poco más en la tabla
Es muy duro terminar un partido con la sensación de que todo lo que hagas es inútil. Los jugadores del Málaga deben pensar que trabajar no sirve para nada. Estuvieron 90 minutos corriendo por cada balón como si fuera el último. Tuvieron más oportunidades que su rival. Pero la historia fue la misma de siempre. El Valencia, con muy poco, se llevó un triunfo. Un gol de Navarro condenó al equipo en un fallo de Munúa. Y ahí terminó todo. Otra vez.
Cuando algo está escrito, no se puede hacer nada para cambiarlo. El Málaga lo intentó todo, pero el fútbol no es justo. De haberlo sido, los albicelestes habrían por lo menos empatado. La imagen de este equipo no es la de un colista de Primera. Pero su situación sí, y eso es lo que genera mayor impotencia.
Luego está lo de los goles fallados. Obinna lo intentó de mil formas. De lejos, en el área, de cabeza, de espaldas a puerta… le faltó intentar una chilena, al pobre. No hubo suerte. Si no se iba por poco, estaba César. Si fallaba el portero, estaba el poste. Y así pasaron los minutos sin que el Málaga pudiera perforar las mallas del eterno César.
Lo cierto es que el equipo empezó flojo. En sólo tres minutos, Villa ya había puesto patas arriba La Rosaleda. Y todavía faltaban miles de aficionados por entrar. Conforme llegaban a sus asientos, los asistentes se planteaban seriamente la opción de volver por donde habían venido, dadas las circunstancias. No fue el caso, porque el Valencia bajó el pistón y, consecuencia lógica, los albicelestes se vinieron arriba.
Hasta el punto de dominar –sí, sí, dominar- al conjunto ché. Obinna hizo estragos entre la defensa, ayudado por Duda y Apoño, que pusieron el criterio. Muñiz se dio cuenta de que estaba en el partido y decidió cambiar de cartas. Un 4-2-3-1 con Apoño de mediapunta y Juanito de mediocentro. Un punto más de presión sobre un Valencia que había perdido el tono. Y que no lo recuperó en todo el partido, en honor a la verdad.
Sin embargo, tampoco los arreones del Málaga daban fruto. Duda y Obinna seguían llevando peligro, pero faltaba rematar. Terminar la faena. Mandar la pelota a la red. No se consiguió, y el partido quedó abierto tras el descanso.
Siguió el Málaga poniendo las ideas y el juego. La vuelta de Apoño da mucha presencia al equipo en la zona de creación. Pero, si no hay nadie que la meta, el centro del campo sirve más bien de poco. Así, los locales seguían con la sensación de que este partido iba a ser el decisivo. De que a la octava iba la vencida. Contra el Valencia, y sin dar opciones a todo el arsenal atacante dirigido por Emery. Villa estuvo inédito. Silva llevó peligro, pero tampoco fue tan determinante como en otras ocasiones.
Hasta que Pablo se acordó de que, delante de él, había una portería. Y que era conveniente marcar, por aquello de tener un gol más que el rival y llevarse los puntos. Así, puso un centro que cayó con escarcha. Nada peligroso, de no ser porque Munúa había salido a por él con tantas ganas que se lo acabó tragando. Navarro sólo tuvo que poner la cabeza.
Poco pudieron hacer los recién entrados Edinho y Baha para igualar una contienda que nunca debió desequilibrarse. Pero en el fútbol gana quien mete, no quien juega. Obinna se estrelló contra el larguero en un tiro desesperado, y ahí murió el partido. El Valencia renunció al balón y el Málaga mantuvo su porcentaje de acierto de cara al gol: cero.
Fin de la historia. El equipo, un poco más colista, se va de nuevo con la sensación de haber hecho lo máximo para no conseguir nada. De nuevo herido en el orgullo del que trabaja sin premio. De nuevo derrotado.
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