Isco empieza a semejar calderilla esos seis millones en valor de mercado. Dos lunes de punto de inflexión en su carrera. En Santander se rompió la camisa, marcó el ritmo del partido y un gol. Se hizo hombre en El Sardinero, recuerden aquel 21 de noviembre de 2011. Siete días después, La Rosaleda asistió a su segundo tanto, el primero de los que muchos que verá un estadio que le venera antes de que lo mereciera. Isco ejerce un magnetismo irresistible para el que lo observa, entra por los ojos. Tiene duende, eso no se aprende. Mece el balón, lo acaricia, inventa. Habla sobre el césped un lenguaje distinto, superior.
Pellegrini le ha soltado las riendas, ya no le cambió en los dos últimos partidos, admite explícitamente que ha crecido. Isco tiene el sello de la estirpe de Miguel Ramos Vargas, Juan Gómez González, Esteban Vigo Benítez o Fernando Ruiz Hierro, acaso los mejores futbolistas malagueños de la historia. La Rosaleda ha esperado un mesías así durante años. Está en sus manos y su cabeza, y la de su entorno y consejeros, no torcerse. Debe cuidar algún gesto fuera del campo, nada grave para un chaval que no cumplió 20 años. Fue rescatado del Valencia, pero Isco es malagueño del Arroyo de la Miel, uno de los nuestros. Tras una arrancada poderosa y un pase de alta escuela a Rondón, aprovechó el rechace para batir a Diego López. Se abrazó con el venezolano, miró a la grada y se señaló el escudo. Allí está concentrado el malagueñismo y el malaguismo, Gibralfaro, el puerto, el balón y el Tanto Monta. Isco, en definitiva.