JOSE CRIADO El camino de la vida esconde muchos recovecos para llegar al éxito y opositar no es siempre el puente más estable ni más seguro para alcanzarlo. Quizás no sea yo, un redactor de La Opinión de Málaga que nunca emprendió el camino hacia el funcionariado, la persona más recomendable para hacer un análisis sobre el «fabuloso mundo» de las oposiciones, pero sí puedo hablar desde la experiencia de sufrir en tercera persona el calvario del opositor. Porque no se engañen, en las oposiciones estudia uno, pero sufre todo el entorno.
De un tiempo a esta parte, sobre todo desde que la crisis azota con fuerza, en España cursar oposiciones parece la solución a todos los males. «Si las apruebas, es como si te toca la lotería», asegura más de uno. Quizás no le falte razón al iluminado de turno, ya que te aseguras un contrato fijo o un sueldo con el que vivir más que bien el resto de tu vida laboral, que no es poco para los tiempos que corren. Pero lo que nadie explica es qué pasa si, como la gran mayoría, empleas tu tiempo y tus ganas en un objetivo que no se llega a alcanzar. Horas de estudio, sacrificio diario, compatibilización de horarios con empleos «basura», trabajos sin remuneración... Los opositores venden su alma al diablo durante meses o puede que años sin saber si habrá recompensa al final del «contrato». Y por eso muchos acaban hastiados y cansados, dándole un giro radical a sus vidas laborales.
Yo bien podría decir que a mis 28 primaveras convivo en la generación de «los juguetes rotos de las oposiciones». En los últimos años se ha registrado un incremento de manera considerable en la apuesta por intentar ser funcionario. Y no son pocos los jóvenes que nada más salir de la Universidad, ante la elevada tasas de paro y el miedo generalizado para encontrar trabajo o abrir un negocio propio, han volcado sus frustraciones de nuevo en los estudios, en busca de una plaza fija o de un trabajo estable. Familiares, amigos y conocidos iniciaron su camino hacia el empleo público incluso en más de una ocasión. Lamentablemente, pocos han llegado a la meta y han podido levantar los brazos para arreglar de nuevo sus vidas.
En el recuerdo de todos ellos quedarán horas y horas de estudio. Pero también perduran las crisis existenciales, los lamentos de madrugada bajo la luz del flexo, las horas de clases particulares con preparadores, los sueños perdidos por insomnio e incluso la dura competencia por ser el mejor entre los mejores.
Por eso todos los opositores merecen un reconocimiento público. Un aplauso por darlo todo sin recibir nada a cambio. Un halago por sacrificar parte de sus vidas en busca de sus sueños. La palmadita en la espalda, el «lo intentaste» nunca ha sido suficiente para aplacar la decepción. No existe un premio por «participar», pero parece injusto que haya quien se marche con las manos vacías tras largos años de estudio y entrega. La apuesta, en ese sentido, sale cara. Unos sólo lo han intentado unos meses, pero otros han perdido los mejores años de su vida sin alcanzar el objetivo por el que opositaban. Para todos ellos, enhorabuena por luchar con tanta generosidad por un trabajo. Sois un ejemplo.
jcriado@epi.es
De un tiempo a esta parte, sobre todo desde que la crisis azota con fuerza, en España cursar oposiciones parece la solución a todos los males. «Si las apruebas, es como si te toca la lotería», asegura más de uno. Quizás no le falte razón al iluminado de turno, ya que te aseguras un contrato fijo o un sueldo con el que vivir más que bien el resto de tu vida laboral, que no es poco para los tiempos que corren. Pero lo que nadie explica es qué pasa si, como la gran mayoría, empleas tu tiempo y tus ganas en un objetivo que no se llega a alcanzar. Horas de estudio, sacrificio diario, compatibilización de horarios con empleos «basura», trabajos sin remuneración... Los opositores venden su alma al diablo durante meses o puede que años sin saber si habrá recompensa al final del «contrato». Y por eso muchos acaban hastiados y cansados, dándole un giro radical a sus vidas laborales.
Yo bien podría decir que a mis 28 primaveras convivo en la generación de «los juguetes rotos de las oposiciones». En los últimos años se ha registrado un incremento de manera considerable en la apuesta por intentar ser funcionario. Y no son pocos los jóvenes que nada más salir de la Universidad, ante la elevada tasas de paro y el miedo generalizado para encontrar trabajo o abrir un negocio propio, han volcado sus frustraciones de nuevo en los estudios, en busca de una plaza fija o de un trabajo estable. Familiares, amigos y conocidos iniciaron su camino hacia el empleo público incluso en más de una ocasión. Lamentablemente, pocos han llegado a la meta y han podido levantar los brazos para arreglar de nuevo sus vidas.
En el recuerdo de todos ellos quedarán horas y horas de estudio. Pero también perduran las crisis existenciales, los lamentos de madrugada bajo la luz del flexo, las horas de clases particulares con preparadores, los sueños perdidos por insomnio e incluso la dura competencia por ser el mejor entre los mejores.
Por eso todos los opositores merecen un reconocimiento público. Un aplauso por darlo todo sin recibir nada a cambio. Un halago por sacrificar parte de sus vidas en busca de sus sueños. La palmadita en la espalda, el «lo intentaste» nunca ha sido suficiente para aplacar la decepción. No existe un premio por «participar», pero parece injusto que haya quien se marche con las manos vacías tras largos años de estudio y entrega. La apuesta, en ese sentido, sale cara. Unos sólo lo han intentado unos meses, pero otros han perdido los mejores años de su vida sin alcanzar el objetivo por el que opositaban. Para todos ellos, enhorabuena por luchar con tanta generosidad por un trabajo. Sois un ejemplo.
jcriado@epi.es